miércoles, 19 de noviembre de 2014

Sobre No tienen prisa las palabras, de Carlos Skliar


         
       Las frases escritas en la solapa de No tienen prisa las palabras (Editorial Candaya) no alcanzan para definir a Carlos Skliar. Porque, sí, es investigador, sí, ha escrito ensayos educativos y filosóficos, sí, fue conductor de esa maravilla radial llamada Preferiría no hacerlo (junto con su sobrino Diego Skliar), pero así y todo esas no dejan de ser medias verdades, medias mentiras. Porque Carlos Skliar es un poeta, y esa sí es su condición verdadera. 
     No tienen prisa las palabras es un libro construido con el ritmo de la propia respiración. El narrador (los narradores) y sus miradas construyen un mundo en el que la llamada realidad es materia siempre volátil, siempre dispuesta a escaparse. Y, sin embargo, tan cercana. La realidad como juego posible, como pura posibilidad. 
     Al autor le interesan sobre todo los procesos en los que la mirada del poeta es como la mirada del niño. Y esa mirada es siempre una búsqueda, una apuesta, una lectura. Por eso es que Skliar escribe: “La niña que espera a su madre tiene los ojos muy abiertos. Sabe que el mundo no le cabe en la mirada, pero lo intenta una y otra vez”. Y más adelante: “El niño viaja. Atraviesa. Pasa entre travesuras. Se detiene sin saber en qué detención se encuentra. Abre el tiempo como si fuera un juguete. Desarma el tiempo como si fuese el lenguaje”. 
    El libro es una reflexión sobre el tiempo, sobre las palabras, y sobre el acto que une los dos términos. Porque tiempo y palabras se reúnen en la lectura, y la lectura (más que la escritura) es lo que el poeta está reconstruyendo en su camino. La brevedad de los textos no es urgencia, sino, más bien, búsqueda. La búsqueda de las palabras es paciente, y por lo tanto no necesita desbordarse. 
     Skliar diseña su propia historia y en la misma operación elabora la vida de quien lee. O, mejor, en las palabras de Skliar cada lector puede reconstruirse, repensarse, revivirse.
    Y entonces las palabras no tienen prisa, y se demoran, y cada demora es un disfrute solitario y eterno. Y Carlos Skliar escribe que “Leer es una soledad que no se devuelve”, y lee. 

viernes, 14 de noviembre de 2014

Aurora



          De vos, Aurora, recuerdo sobre todo tu hermosa sonrisa y el sonido de tu carcajada. Tu bolsa de mandados con una medialuna, tu pavita verde quemada por la demora en volver a casa. Tus ojos tan luminosos, tus cejas anchas, tus saquitos de hilo.
          De vos recuerdo que caminabas por una vereda cualquiera de París, y que prestaste atención a gente que te habló, de repente, en argentino. Que invitaste a un par de desconocidos a tu casa y les diste té, galletitas y charla. Que contaste chistes, que reíste con ganas, que te sacaste fotos y que cambiaste la vida de esas personas para siempre.
          Que contaste el día de 1948 en que conociste a un tipo único, altísimo él, y que ese día lo viste desplegarse más que levantarse de la silla de un café porteño. Que hablabas de él como si estuviese vivo todavía, y vaya si lo estaba.
Que fuiste amable y cálida, que siempre atendiste el teléfono, y que tuviste ganas de leer un libro llegado por correo. Que en Barcelona volviste a recibir gente en tu departamento. No desconocidos, ya, sino amigos y familiares y nietos postizos tuyos. Recuerdo que dijiste que si viviéramos allí nos veríamos todos los días. Que comiste pies de cerdo (los que comías con Calvino) y que volviste a reír y a dejarte fotografiar.
          De vos, Aurora, recuerdo tus traducciones, tan precisas, tan hermosas, tan bien escritas (porque, para ser un buen traductor, decías, hay que saber escribir en el idioma de destino). Recuerdo tu traducción de Las ciudades invisibles, que todavía logra sacar lágrimas y que quedará para siempre impresa en el fondo del corazón junto a tu nombre, a tus abrazos, a tu voz.
          De vos, Aurora, recuerdo todo, porque las personas inolvidables lo abarcan y lo son todo, y dejan esa huella que queda tatuada, impresa, amarrada a uno. Gracias, Aurora, por tus noventa y cuatro luminosos años, por tu bella amistad, por tu cercanía, por tu cariño. 
           Gracias, Aurora, Glopcita, abuelita de París. 

martes, 4 de noviembre de 2014

Sobre La vegetariana, de Han Kang


          En La vegetariana (Bajolaluna), de la escritora coreana Han Kang, los otros no comprenden.
          No comprenden porque las explicaciones de Yeonghye no les resultan suficientes.
          Los otros son su marido, sus padres, su hermana. Su cuñado. Los otros son, en definitiva, la sociedad que rodea a la protagonista de la novela.
          Yeonghye es una mujer casada que, un día (y es un día cualquiera), decide dejar de comer carne. No solo deja de comer, sino que tira a la basura toda la carne que había en la heladera. La reacción de su esposo es la que dispara el tema central del libro. Para él, ella está loca. Él no comprende lo que le sucede a Yeonghye, y por eso ella está loca.
Yeonghye deja de comer, y no da muchas explicaciones. Un sueño, sí, pero no mucho más. Dice que tuvo un sueño. En el sueño hay sangre.
Dejar de comer carne.
Dejar de comer. A medida que el relato avanza, Yeonghye renuncia a todo tipo de alimentación.
          ¿Por qué Han Kang elige la comida (y la renuncia a ella) para manifestar su mirada sobre el mundo? La comida es, en la sociedad occidental actual, un elemento más del aparato del consumo y la publicidad. La televisión abunda en anuncios de comida de cualquier tipo. Pero, ¿cómo puede entenderse esa situación si hablamos de Corea del Sur, país donde ha nacido la autora y en el que transcurre la novela?
          En Corea, que puede hacer alarde de ser el eslabón cultural entre las tradiciones de Oriente y las disposiciones pretendidamente universales de Occidente, la comida tiene un lugar central en las relaciones sociales y en el circuito simbólico. Todavía persiste la importancia de los buenos modales en la cena o el almuerzo. Es conveniente vestir bien. Y nadie puede levantarse de la mesa servida si los adultos mayores no lo han hecho todavía. Además, esta serie de normativas no escritas están apoyadas en un machismo que persiste. Los hombres tienen el poder sobre lo que se cocina y lo que se come. No es casual que sean tres hombres (el marido de Yeonghye, su cuñado y su padre) los más desesperados por la nueva actitud de la repentina vegetariana.
          El filósofo e historiador de la ciencia Paolo Rossi, en su libro Comer, dice: “Las maneras de nutrirse pueden decirnos algo importante no solo acerca de las formas de vida, sino también acerca de la estructura de una sociedad y las reglas que le permiten perdurar y desafiar al tiempo”. Así, cuando Yeonghye renuncia a comer, no renuncia solo a una función vital de cada individuo. Renuncia a la sociedad. Renuncia al vínculo con otras personas desde el punto de vista de los valores que el entorno impone.
En Comer, el italiano Rossi aventura: “La comida no solo se ingiere. Antes de llevársela uno a la boca, se planea y se piensa detalladamente lo que se va a comer. Adquiere lo que comúnmente se denomina un valor simbólico. La preparación de los alimentos marca un momento central en el pasaje de la naturaleza a la cultura”. No es que Yeonghye deje de comer porque quiere adelgazar, o porque quiere un cuerpo más saludable. Deja de comer porque no acepta las normas de la sociedad en la que vive.
          En Corea del Sur la ingesta de carne es más importante de lo que podría pensarse. El arroz es el alimento fundamental, pero la mayoría de los platos más tradicionales (y más consumidos) no están exentos de carne de vaca, de pollo, de faisán, de pescado. Y hasta de perro, aunque no haya ningún perro en La vegetariana.
          No es casual que Han Kang cuente la historia que cuenta. Corea del Sur no es ni de cerca el país asiático con mayor número de vegetarianos. En la India, o en Taiwán, el vegetarianismo alcanza el veinte por ciento, por cuestiones religiosas. En Corea, en cambio, según datos de la Liga Vegetariana local, solo el dos por ciento de la población se alimenta dejando a la carne fuera de sus comidas.
Así, en ese contexto, con ese halo cultural, es que Yeonghye decide (porque ella decide, no enloquece, ni se encapricha. Decide porque es la única salida posible que encuentra a su vida agobiante) dejar de comer carne. Y los otros no la comprenden.
          Si los otros no entienden, y si las explicaciones les resultan poco satisfactorias, es porque la operación que realiza Yeonghye (que realiza Han Kang, vale decir) va mucho más allá de lo aparente. El verdadero giro narrativo (¿político?) no es la retirada del mundo de los humanos carnívoros (y luego de los consumidores en general) sino la renuncia al lenguaje. Mientras el relato avanza, la comida y las palabras, para Yeonghye, toman el mismo camino. A medida que ella come menos, Han Kang hace que hable menos.
La novela se cuenta en tres partes. En la primera, que se llama La vegetariana, la protagonista dialoga con su marido, y hasta hay algunas apariciones de una especie de voz interior de Yeonghye, escritas en bastardilla. Es decir, en primera instancia, su voz se manifiesta en la palabra escrita. Uno puede leerla, que resulta casi como escucharlaEl capítulo La vegetariana está contado en primera persona, y el narrador es el marido de Yeonghye. Así, el contraste con la voz de ella es más notable, porque él cuenta y ella habla.
La segunda parte, de nombre La mancha mongólica, está narrada en tercera persona, aunque el punto de vista enunciativo es el del cuñado. En este segmento, Yeonghye habla menos que antes, y ya no hay monólogo interior. La última sección, Los árboles en llamas, también se narra en tercera persona, pero el sujeto de la enunciación es la hermana de Yeonghye. En el final del libro, la vegetariana renuncia por completo a la palabra, y ya no se expresa más que con quejidos de dolor. En esta instancia, no deja escuchar su voz al nivel de la narración, porque hace que se esfume.
Yeonghye, así, pide para sí libertad para elegir sobre su cuerpo, pero, sobre todo, para decidir en la instancia última. El lenguaje.
Si La vegetariana (el libro) es, entre otras cosas, una reflexión sobre cómo mitigar el dolor que genera la propia violencia, Yeonghye decide que el camino es el abandono de la palabra. La violencia sobre ella está más en el plano del lenguaje que en el físico (aunque no está libre de que su padre, en una escena dolorosa y magnífica, intente hacer que coma por la fuerza).
Nuevamente con Rossi: “es interesante darse cuenta de la multiplicidad y de la variedad de sentimientos que subyacen en las expresiones relacionadas con el hecho de comer: comer a besos, comer con los ojos, te comería; pero también: no lo puedo tragar, de esta agua no beberé, tragarse un sapo, ser pan comido, tragar veneno, no está el horno para bollos, tener sed de saber, tener hambre de conocimientos, alimento espiritual, devorar un libro, digerir un concepto, (…) vomitar injurias, escupe en la mano de quien le da de comer, me quedó atravesado, (…) esa conclusión es la frutilla del postre, le hice morder el polvo”. Una vez más, ¿por qué la autora elige la metáfora de la comida? Porque le permite la tensión entre el cuerpo y la palabra, entre la propia anatomía y el lenguaje. Y, ya que comer no pertenece únicamente ni a la naturaleza ni a la cultura, y está entre las dos de un modo tenso, la historia sobre una mujer coreana que decide dejar de comer es la concreción de una rebeldía individual, aislada pero posible, ante un mundo simbólico que es, si se permite la expresión, difícil de digerir.
El ayuno es una forma de disciplina, o de castigo. En ese sentido, se parece más al camino religioso de muchos habitantes de India o Taiwán. En una novela ambientada en el siglo XXI en Corea del Sur, la renuncia a la comida es más una renuncia al poder de padres y maridos. Yeonghye, la vegetariana, la que no quiere comer, desecha el deseo de comer para recuperar su propio sino. Para florecer, como un árbol, ante el deseo ajeno. Y para, en última instancia, y desde el silencio, sacar de sí lo que persiste de la dolorosa y propia violencia contenida.
En Comer, Paolo Rossi escribe que, para los budistas, “el deseo está en el origen del mal y el deseo de comida es uno de los más arraigados y profundos. Apartarse del deseo es parte del camino de la salvación”.
          Yeonghye, en silencio y sin comida, está a salvo.  



sábado, 18 de octubre de 2014

Sobre Los señores, de Gonçalo M. Tavares


          Quienes ubican a Gonçalo M. Tavares como una de las voces más singulares y talentosas de la literatura presente y futura no exageran. En el camino de Ítalo Calvino, Fernando Pessoa y Enrique Vila-Matas, pero también de tantos otros, el escritor portugués nacido en Angola brilla con un farol que le pertenece.
          Sus personajes son escritores, casi siempre (o al menos llevan nombres de escritores), y viven la vida en la medida en que pueden hacerlo, es decir, como pura ficción.
          En su libro Los señores (Interzona) lo que hay es El Barrio, ese espacio-no-espacial, ese tiempo-no temporal en el que Borges y Balzac asisten juntos a conferencias dictadas por Eliot. Ese barrio es y no es y a menudo existe más por lo que calla que por lo que cuenta.
          Parte del encanto de la literatura de Tavares está en la economía de recursos, en la elección de las palabras, y en la brevedad a la que recurre para contar todo lo que quiere contar, y pensar todo lo que quiere pensar. Además, el portugués es un lector inteligente y con imaginación, y traslada esas virtudes a su escritura.
         Ungido por José Saramago y Alberto Manguel, entre muchos otros, Gonçalo M. Tavares es una grandísima noticia para quienes indagan en un futuro posible para las letras del mundo. Salud. 


martes, 14 de octubre de 2014

Sobre la literatura de Enrique Vila-Matas


“Entre literatura y vida, no distingo”, decía a veces Julio Cortázar. Lo decía porque muchas de sus obsesiones, muchos de sus temores y de sus valores, muchas de sus maneras de mirar el mundo iban y venían de la obra a la experiencia de un modo continuo. Pero lo decía, también, porque había días (muchos días) en los que no hacía casi ninguna otra cosa más que escribir. Entonces, los dos planos empezaban a confundirse y Cortázar no sabía si había estado viviendo o escribiendo durante tantas horas.
El escritor catalán Enrique Vila-Matas parece acordar con esa concepción del argentino. Su obra es un recorrido ficcional por la realidad de la literatura, y un paseo ensayístico por la ficción de la vida. Y, además, Vila-Matas escribe todo el tiempo. Y vive.
Uno nunca sabe cuándo Vila-Matas cuenta algo que corresponde al ámbito real o al de la ficción. No solo en su obra, donde el cruce es evidente y forma parte de un valor intrínseco, sino también en su comportamiento público. Cuando se le pregunta algo concreto sobre alguno de sus personajes, él responde: “Cuando me ocurrió eso, yo…”. Cuando se le pregunta sobre un episodio de su propia vida, responde: “Ese cuento lo escribí…”. Vila-Matas deja pistas falsas permanentemente acerca de la veracidad de los hechos que narra. Y lo hace de un modo tan sutil que la pregunta tan recurrente en las entrevistas (“¿Ocurrió realmente eso que usted narra en…?”) se revela como fuera de sentido. Si siempre es una pregunta que parece obsoleta, cuando es Vila-Matas quien debe escucharla la irritación que produce se multiplica.
En su última visita a Buenos Aires, Vila-Matas reveló que uno de sus métodos de escritura consiste no solo en inventar citas (hecho conocido y por supuesto ya usado infinidad de veces. Recordar a Borges, claro), sino también en atribuir frases de unos autores a otros. Así, el entramado es cada vez más complejo y fascinante. Quién dijo qué cosa deja de tener sentido (o al menos la tarea de detective de rastrear esas pertenencias) para dar lugar a un universo en el que la literatura es la vida. Y la vida es literatura. Así, Vila-Matas hace honor a la frase de Cortázar y se ubica en un costado de los casilleros que tanto gustan a ciertos críticos y a los suplementos culturales.
Dos libros de Vila-Matas, en apariencia lejanos entre sí, funcionan como complemento uno del otro, en un juego de espejos. Por un lado, Suicidios ejemplares (1991, Anagrama) es un volumen de relatos, en los que la decisión de terminar con la vida aparece a veces de manera sorpresiva, a veces de manera esperable. En Bartleby y compañía (Anagrama), publicado diez años después, el catalán refuerza su mirada acerca de que la vida y la ficción tienen límites borrosos, y diseña un catálogo de escritores reales que han decidido, por diferentes motivos, dejar de escribir. Pero nunca deja de estar presente la sensación de que el lector está asistiendo a una novela, o a un libro que podría leerse como tal.
Si Suicidios ejemplares es un libro de ficciones y Bartleby y compañía es un ensayo ficcionalizado, en un punto intermedio encuentran el parentesco. Y es que tanto los personajes del primero (que deciden morir) como los del segundo (que deciden dejar de escribir) están realizando la misma operación. La renuncia, en última instancia, al mismo único acto, porque para el autor la vida y la literatura son, claro, la misma cosa.
Vila-Matas ha creado un narrador único. Único en, al menos, dos sentidos. Por un lado, no hay ninguna otra voz en la literatura contemporánea que pueda confundirse con la del narrador del catalán. Por otro lado, porque en la vasta obra de Vila-Matas quien narra es siempre el mismo personaje. O, en todo caso, si habla una mujer o un hombre, un escritor o un pintor, la voz es siempre la misma. El punto de vista es el mismo, aunque el narrador cambie de identidad. Se trata de una operación arriesgada y difícil de ejecutar, pero Vila-Matas la resuelve siempre con inteligencia. Su narrador, que es y no es él mismo (porque un narrador es siempre una invención, un producto ficcional), es el fundamento de su literatura, y por lo tanto un grandísimo acierto.

martes, 7 de octubre de 2014

El hueso y el peine. Buenos Aires y sus habitantes en la novela El examen de Julio Cortázar*

Esta mesa es sobre Buenos Aires en la obra de Cortázar, y a mí me ha interesado involucrarme con una novela no tan recordada, ciertamente menos analizada que otras. Se llama El examen, y es un libro que Cortázar escribió en 1950, aunque quedó inédito hasta 1986.
La pregunta sería: ¿Quién es Cortázar en 1950? Es un hombre que ya ha vivido más de la mitad de su vida, sin saberlo. Es un porteño que ha sido maestro en Bolívar y Chivilcoy, y docente universitario en Mendoza. Ya ha escrito la mayoría de los cuentos que van a integrar Bestiario. Ha conocido a Aurora Bernárdez hace dos años. Acaba de regresar de su primer viaje a Europa, que hizo en los primeros días de 1950. Y tiene, claro, una gran avidez por profundizar las búsquedas de lo que pomposamente podríamos llamar su “proyecto literario”.
          Bien. ¿Qué nos dice El examen sobre la mirada que Cortázar tiene de Buenos Aires y de sus habitantes al momento de escribir la novela? Nos dice muchas cosas, no todas simpáticas, no todas definitivas.
El examen comparte con Divertimento, novela también inédita escrita un año antes, el escenario de una ciudad hostil (aunque ahora más asfixiante), la presencia/ausencia de un fantasma, el relato casi en su totalidad llevado por los diálogos, y un grupo con largas discusiones eruditas.
Y hay dos objetos que, a mi modo de ver, dominan la trama y la simbología de la novela. Se trata de un hueso y un peine.
La historia es la de un grupo de intelectuales porteños, Juan, su esposa Clara, Andrés y Stella. A ellos se suma luego un personaje llamado El Cronista. La acción empieza la noche anterior a un examen que deben rendir Clara y Juan en la Facultad. Pero esa espera, esa noche previa, no es una espera cualquiera. Hay una neblina espesa, molesta, pero también hongos que aparecen como si nada, mucho calor, y toda una serie de elementos que hace que la población de la ciudad esté en un estado de alteración y temor.
          Y es entonces que Cortázar escribe una de las escenas medulares del libro, que es la escena en la Plaza de Mayo. Aquí aparece el primer objeto.
            En ese pasaje, el grupo de amigos asiste a una ceremonia en la que miles de obreros hacen fila para venerar un hueso. A los protagonistas, intelectuales de clase media, esas masas populares les producen repulsión. La novela abunda en alusiones peyorativas a esas clases beneficiadas por el peronismo, y esos pasajes son los más discutidos desde una mirada histórica. Clara, esposa de Juan, pregunta: “¿Te molesta la ignorancia y el desamparo de los otros, de esa gente de la Plaza de Mayo?”. Juan dice: “No me importan ellos. Me importan mis roces con ellos”. En el santuario, cerca de la pirámide, “había un algodón, y el hueso encima”. Lo que repele aquí no es solo la muchedumbre, o el roce con ellos, sino la suma de sus rituales, de sus creencias, de eso que podríamos denominar su cultura. Su forma de estar en el mundo. En El examen, esos habitantes de Buenos Aires que se han visto favorecidos por el peronismo vienen a invadir una especie de zona sagrada. Me gustaría volver sobre este concepto enseguida. Mientras tanto, el narrador dice, en un pasaje, que “la niebla no resistía allí el calor de las luces y la gente, la otra niebla oscura y parda a ras del suelo. Miles de hombres y mujeres vestidos igual”.
El hueso, entonces. El objeto que veneran los otros, los invasores, es un objeto muerto. Como contraparte, Juan protege un objeto vivo. Una planta. Juan lleva una coliflor envuelta en un paquete. Digo “lleva” porque es literal. Se trata de un elemento que aparece con gran protagonismo en la primera parte del libro, y que al final regresa. Juan lo llama “el coliflor”, en masculino. Juan protege al coliflor como si se tratase de algo sagrado (vamos a decir el coliflor por pura simpatía poética con el portador). Llega a decir: “No es para comerlo. Este coliflor es para llevar en un paquete y admirarlo de cuando en vez”. El paquete con el coliflor va de aquí para allá, viaja en tranvía, pasa de falda en falda, de mano en mano. En la escena del hueso, Juan se molesta porque dice que le arruinan el coliflor, pero sigue llevándolo. Finalmente lo deja en su casa, en un florero. Hacia el final del libro hay una añoranza del coliflor, como de algo perdido, algo lejano.
Ese coliflor se acerca un poco a esa “zona sagrada” que mencioné antes. Es una noción de la que hablaba Noé Jitrik en un artículo sobre los cuentos de Bestiario. El coliflor, en El examen, de alguna manera representa y vuelve imagen a esa zona sagrada. Hay una zona que hay que proteger, que hay que cuidar como a algo vital. Decía Jitrik en aquel ensayo escrito en 1968: “En el fondo, ese pasaje de una interioridad profundamente resguardada, tal vez oprimida, y al acecho, hacia el exterior, es una ‘zona sagrada’ que termina por resplandecer y que se generaliza al trasmitirse cubriendo todo el vivir del que la contenía. Y esa ‘zona sagrada’, por lo menos a partir de los medios que elige para exteriorizarse, se impregna de una irracionalidad que, por la misma mecánica, está puesta adentro y solo espera salir sin ser atribuida al mundo exterior”. Zona sagrada para ser cuidada, pero, ¿de quién? De los otros que no la admiten. Los otros que están ahí fuera.
          El coliflor debe ser protegido, porque está vivo. Para su portador, esa (ese) coliflor debe quedar a salvo del roce, de la estampida, de los otros. Porque, si muere, va a estar tan muerto como el hueso que veneran los tipos de la Plaza de Mayo. 
           Lo que me parece el gran gesto político y cultural que opera en la novela es que Cortázar decide incluir una escena que cambia todo. Porque, después de haber expuesto su sensación de una ciudad asfixiante, que él mismo sufría en 1950, lo que nos dice es que las clases populares no son las únicas de las que hay algo para decir. Entonces aparece la escena del segundo objeto inanimado que guía el libro. La escena del peine.
Hay un concierto a media tarde en el Teatro Colón. Las personas que asisten, de las clases altas y medias, son insufribles. Van al teatro por pura esnobismo, por aparentar, por decir que están ahí.
El concierto tampoco es de lo mejor. El músico, que es ciego, probablemente para no tener que ver las caras de su público, se siente mal y hay una serie de interminables interrupciones. Entonces algunos de los presentes van al baño. Uno de ellos es Funes, padre de Clara y suegro de Juan.
En el baño del Teatro Colón hay un peinecito sujeto a la pared con una cadena cromada, cerca de la pileta. Y hay fila para usar el peine. Cuando le toca el turno a Funes, alguien le saca el peine de la mano. Hay una pelea feroz por ese peine, gente ensangrentada y las puertas que ya no pueden abrirse. Es una pelea ridícula. Es como si Cortázar decidiera tomarse unos párrafos para dejar en claro que los que van a la Plaza de Mayo son unos irracionales, pero no mucho menos que los que van al Teatro Colón. Pelearse hasta sangrar. Por un peine.
La lucha sigue hasta que el peine se desprende de la cadena y va a parar al agua en la pileta. Entonces entra un vigilante y detiene a los involucrados. La policía los interroga, de una manera torpe, y enseguida el interrogatorio termina porque los oficiales son solicitados para ir a ocuparse de lo que ocurre fuera, en otro lado.
Para ese momento, el concierto ya se ha suspendido, antes de su tercer acto, por una nueva indisposición del artista.
Entonces.
Las clases populares veneran un objeto muerto.
Las clases acomodadas veneran un objeto de plástico, artificial, y además lo veneran con egoísmo, estupidez y violencia.
¿Qué veneran los intelectuales, las clases medias, los que se supone que deben reflexionar acerca de lo que los rodea? Bueno, ellos, o uno de ellos, venera una planta, una planta fuera de lugar, una coliflor, un coliflor. Pero, de todos modos, porque piensan y porque están vivos y porque no se resignan a ser como ninguno de los demás, pueden permitirse ser los más lúcidos. Andrés Fava, otro de los personajes, dice que ellos, los intelectuales, a veces se pavonean demasiado con lo que hacen. “A veces con lo que hacemos, y a veces por el hecho de hacerlo. Yo escribo”, dice, burlándose. Y luego agrega: “Es la calidad de nuestro intelectualismo lo que me preocupa. Le huelo algo húmedo, como este aire del bajo. (…) Lo que estamos haciendo es tragar este aire sucio y fijarlo en el papel”.
En El examen hay, además, una reflexión muy importante y actual (actual para 1950 y para 2014), una reflexión, decía, acerca de qué es el arte, qué es la literatura, qué es ser un escritor o un intelectual. Pensemos que Cortázar, en ese momento de su vida, está pensando estos temas. ¿Quién soy? ¿Qué escritor soy? ¿Puedo ser el escritor que quiero mientras esté aquí? Y si me voy, ¿lo seré?
En uno de los momentos más luminosos, Cortázar incluye un hermoso párrafo sobre Roberto Arlt. Dice un personaje: “Roberto Arlt entendió mejor que nadie la lección de Martín Fierro, y peleó duro para conseguir y validar esa unión del lenguaje con su sentido. Fue de los primeros en ver que lo argentino, como lo nacional de cualquier parte, rebasa los límites que impone el lenguaje culto (…), y que solamente la poesía y la novela pueden contenerlo plenamente. Él era novelista y atropelló para el lado de la calle, por donde corre la novela. Dejó pasar los taxis y se coló en los tranvías. Fue guapo, y que nadie se olvide de él”.
 El libro tiene otros temas. Una crítica al periodismo, por ejemplo. Un personaje acusa a un diario de convocar a la gente a ir a la plaza. Alguien dice: “Pocas veces se tiene la oportunidad de cotejar el periodismo con la realidad”. O, más adelante: “A la gente ya no le basta que las cosas ocurran: solo ocurren realmente en el minuto en que las leen en la quinta o la sexta”. También hay una crítica de los ámbitos académicos, tan frecuente en la obra del autor.  
          Me gustaría remarcar, también, que Buenos Aires no solo es escenario de la novela, sino también personaje. En su libro Julio Cortázar: mundos y modos, el ensayista Saúl Yurkievich, que fue muy amigo de Cortázar, escribe, con mayor precisión que la que podría buscar uno: “Palpable, visible, audible, olible, omnipresente o sea omnirrepresentada por su geografía (calles, zonas frecuentadas, sitios característicos, cantidad de cafés), hábitat y habitantes, sus usos y costumbres, su cultura, sus mitos, su mentalidad, su idioma, el mundo porteño ocupa un lugar narrativo tan importante, determina de tal modo vida y actitudes de los personajes que se puede calificar El examen de novela de Buenos Aires. Relevante y alarmante, la ciudad porteña resalta aquí como el Dublín de Joyce”.
Y luego, en un párrafo muy importante, Yurkievich agrega: “no obstante la profusión de referencias verídicas, Cortázar prefiere el abordaje imaginativo, porque el realismo verista le resulta estrecho y porque está convencido de que una captación fantasiosa cala más hondo que una versión documental o mimética. (…) Por eso plasma un Buenos Aires fantasmagórico”.
Y ahí está el centro de toda la cuestión. Porque podemos hacer (lo hemos hecho, espero) una primer lectura simbólica, o política, o sociológica sobre la caracterización y los comportamientos de los personajes. Pero lo que importa, el nudo, es el modo en que Cortázar escribe y describe a la ciudad y sus habitantes. Lo verdaderamente central en la novela es que no se trata de un anticipo de la búsqueda posterior de Cortázar con el lenguaje. El examen es ya esa búsqueda. Las palabras, en el libro, flotan, juegan, son inquietas. El examen no es un adelanto de la literatura única de Cortázar. El examen es, ya, Cortázar.
          En El examen, Andrés menciona que escribe un diario. Ese diario, que no es un capítulo eliminado de la novela sino un texto complementario (“paralelo”, dice el mismo Andrés), existe, y se llama Diario de Andrés Fava. En él, Cortázar revela muchos datos de su propia vida, y muchas de sus concepciones sobre el arte y la literatura. Por caso, y cito, “cuidarse del realismo al escribir. Eludir la fauna del zoológico, convocar a unicornios y tritones, y darles realidad (la cursiva es de Cortázar). La literatura, como lo dice Malraux de la plástica, debe tender a una creación independiente, donde el mundo cotidiano tenga la influencia que el escritor le tolere, y nada más”.
En carta a su amigo Fredi Guthmann, ya en 1951, Cortázar dirá que El examen “no se podrá publicar por razones de tema, pero me ha servido para escribir por fin como me gusta, en plena libertad”. En mayo de 1952, en carta a Eduardo Jonquières: “El examen me vale como tubo de laboratorio; hay allí errores que no repetiré, y cosas in nuce que esperan desarrollo”.
 Cuando comenzó la charla preguntábamos quién era Julio Cortázar antes de El examen. También podemos preguntarnos quién fue Julio Cortázar luego. Un año después de escribir la novela, Julio Cortázar sube, el lunes 15 de octubre de 1951, a media tarde, a un barco de nombre Provence. Pero no se va solo a estudiar a París, con una beca por diez meses. Se va para siempre, para volver luego como un extraño, o un visitante, o un otro. Escribió en Razones de la cólera: “Poco antes o después de irme murió en Buenos Aires un joven poeta que era amigo de cafés, de rápidas entradas y salidas, misterioso y claro a la vez bajo un chambergo de ala baja, con una cara que recuerdo italiana, renacentista, oliva, una voz como de muy atrás, de muy adentro”.
          Y entonces Julio Cortázar, cuando comience la segunda mitad de su vida, va a ser para siempre Julio Cortázar.

Texto leído el 26 de agosto de 2014 en las Jornadas Internacionales Lecturas y relecturas de Julio Cortázar, realizadas en la Biblioteca Nacional.

lunes, 29 de septiembre de 2014

Sobre Contar el juego, de Ariel Scher



“El agua: no la del río de torrente mínimo que mojó la geografía de su infancia en Mendoza; no la del Río de la Plata que anda cerca del estadio de su River querido, donde muchas tardes confirmó que de fútbol somos mientras gritaba un gol”. Así empieza y luego crece uno de los párrafos más memorables de Contar el juego. Literatura y deporte en la Argentina (Capital Intelectual), el nuevo libro de Ariel Scher. No es casual la elección de las palabras sobre el agua. Son parte del capítulo que el autor dedica a Rodolfo Braceli, uno de los más brillantes en un libro brillante.
          En Contar el juego, Scher cuenta la vida de nueve escritores en virtud de sus relaciones, en vida y en obra, con diferentes deportes. Así, Julio Cortázar y el boxeo, Adolfo Bioy Casares y el tenis, o Roberto Fontanarrosa y el fútbol pueden ser modos de acercar artes como la de la pelota y la de la pluma. El capítulo sobre Haroldo Conti, otro de los logradísimos pasajes del libro, es una muestra de las capacidades de observación y de narración que puede permitirse Scher. Y lo hace parecer tan fácil que uno intuye que debe ser dificilísimo lograr un texto así.
El libro de Scher es y no es un libro periodístico. Lo es en el mejor sentido de esa práctica, en la costura, en el armado. Se deja ver el detalle con que se han buscado ciertos datos, el hallazgo de referencias no accesibles para cualquiera. Así, el libro no solo ordena y reconstruye los vínculos más visibles entre los escritores y el juego, sino que indaga en aquellos puentes más olvidados o ignorados. A veces, se trata de una línea en un párrafo. A veces, una palabra suelta en una inmensa novela. La búsqueda está realizada con rigor pero sin rigideces. Porque si hay algo que se respira en el libro es la libertad. La libertad para buscar siempre el camino más bello posible para la narración. Es entonces que Contar el juego se aleja del periodismo. Allí donde ese oficio es una molestia, en el bordado, en la terminación de las filigranas, el de Scher es el libro de un escritor. Es literatura. Por eso, el autor no se cree más importante que las historias que cuenta, no juzga nunca a sus personajes, y el cómo le interesa tanto como el qué. Las metáforas no son nunca forzadas, las palabras están elegidas con precisión y elegancia, y como resultado se genera un círculo virtuoso. Los adjetivos son siempre los necesarios. Scher ha escrito un libro bello, en el que algunas claves de lectura están escondidas. En los agradecimientos, por ejemplo, hay una frase que define parte del espíritu de la obra, y que es al mismo tiempo una muestra de los recursos a los que puede acudir un escritor. Allí, Scher escribe: A Alejandro Horacio Gómez, con quien leímos muchos goles y festejamos muchos libros. En esas mismas páginas finales se puede percibir el espíritu y la ideología que sustentan la obra. En los agradecimientos se trasluce que el autor entiende a la actividad como una práctica colectiva. Aunque firmado por una persona que tiene nombre y tiene apellido, el trabajo del libro tiene una historia, una herencia, y es entre muchos y abrazados.
Hasta la elección del título resulta grata. La palabra juego dice tanto por sí misma que no hace falta agregar demasiado. La clave, sin embargo, está en la elección de la palabra contar. Que el título comience con un verbo en infinitivo revela la búsqueda de la obra toda. En ese verbo sin tiempo se deja ver que el libro es al mismo tiempo un deber, una posibilidad, y un deseo.
Scher es un autor sensible e inteligente, que sabe manejar los tiempos del relato y sabe acercarse a sus personajes sin llegar a atosigarlos. Más bien, los lleva con el brazo en un hombro, los acompaña, y los escucha. En ese punto, en la escucha atenta y cariñosa, es donde el autor encuentra su voz propia. El acto se completa con su capacidad como lector, que es tan evidente en él como poco frecuente en otros autores de libros sobre deporte. En las lecturas de Scher descansa parte de su profundo saber sobre el juego, y sobre la literatura.

En tiempos a veces mezquinos, Ariel Scher ha tenido un acto de gran generosidad. Ha escrito un hermoso libro. Ante ese gesto, a los lectores solo queda disfrutar, y agradecer.

martes, 23 de septiembre de 2014

El dibujo de un bosque

Yo veía nuestra situación como la de quien quisiera penetrar en el dibujo de un bosque sobre el cual se ha hecho el dibujo de otro bosque, y a mayor altura, pero ligado al primero, el dibujo de un tercer bosque confundido con un cuarto bosque. 

Antonio Di Benedetto 
Zama