En La
vegetariana (Bajolaluna), de la escritora coreana Han Kang, los otros no comprenden.
No comprenden porque las explicaciones
de Yeonghye no les resultan suficientes.
Los otros son su marido, sus padres,
su hermana. Su cuñado. Los otros son, en definitiva, la sociedad que rodea a la
protagonista de la novela.
Yeonghye es una mujer casada que, un
día (y es un día cualquiera), decide dejar de comer carne. No solo deja de
comer, sino que tira a la basura toda la carne que había en la heladera. La
reacción de su esposo es la que dispara el tema central del libro. Para él,
ella está loca. Él no comprende lo que le sucede a Yeonghye, y por eso ella
está loca.
Yeonghye deja de comer, y no da muchas explicaciones. Un sueño, sí, pero
no mucho más. Dice que tuvo un sueño. En el sueño hay sangre.
Dejar de comer carne.
Dejar de comer. A medida que el relato avanza, Yeonghye renuncia a todo
tipo de alimentación.
¿Por qué Han Kang elige la comida (y
la renuncia a ella) para manifestar su mirada sobre el mundo? La comida es, en
la sociedad occidental actual, un elemento más del aparato del consumo y la
publicidad. La televisión abunda en anuncios de comida de cualquier tipo. Pero,
¿cómo puede entenderse esa situación si hablamos de Corea del Sur, país donde
ha nacido la autora y en el que transcurre la novela?
En Corea, que puede hacer alarde de
ser el eslabón cultural entre las tradiciones de Oriente y las disposiciones
pretendidamente universales de Occidente, la comida tiene un lugar central en
las relaciones sociales y en el circuito simbólico. Todavía persiste la
importancia de los buenos modales en la cena o el almuerzo. Es conveniente vestir
bien. Y nadie puede levantarse de la mesa servida si los adultos mayores no lo
han hecho todavía. Además, esta serie de normativas no escritas están apoyadas
en un machismo que persiste. Los hombres tienen el poder sobre lo que se cocina
y lo que se come. No es casual que sean tres hombres (el marido de Yeonghye, su
cuñado y su padre) los más desesperados por la nueva actitud de la repentina
vegetariana.
El filósofo e historiador de la
ciencia Paolo Rossi, en su libro Comer,
dice: “Las maneras de nutrirse pueden decirnos algo importante no solo acerca
de las formas de vida, sino también acerca de la estructura de una sociedad y
las reglas que le permiten perdurar y desafiar al tiempo”. Así, cuando Yeonghye
renuncia a comer, no renuncia solo a una función vital de cada individuo.
Renuncia a la sociedad. Renuncia al vínculo con otras personas desde el punto
de vista de los valores que el entorno impone.
En Comer, el italiano Rossi
aventura: “La comida no solo se ingiere. Antes de llevársela uno a la boca, se
planea y se piensa detalladamente lo que se va a comer. Adquiere lo que
comúnmente se denomina un valor simbólico. La preparación de los alimentos
marca un momento central en el pasaje de la naturaleza a la cultura”. No es que
Yeonghye deje de comer porque quiere adelgazar, o porque quiere un cuerpo más
saludable. Deja de comer porque no acepta las normas de la sociedad en la que
vive.
En Corea del Sur la ingesta de carne
es más importante de lo que podría pensarse. El arroz es el alimento
fundamental, pero la mayoría de los platos más tradicionales (y más consumidos)
no están exentos de carne de vaca, de pollo, de faisán, de pescado. Y hasta de
perro, aunque no haya ningún perro en La
vegetariana.
No es casual que Han Kang cuente la
historia que cuenta. Corea del Sur no es ni de cerca el país asiático con mayor
número de vegetarianos. En la India, o en Taiwán, el vegetarianismo alcanza el
veinte por ciento, por cuestiones religiosas. En Corea, en cambio, según datos
de la Liga Vegetariana local, solo el dos por ciento de la población se
alimenta dejando a la carne fuera de sus comidas.
Así, en ese contexto, con ese halo cultural, es que Yeonghye decide
(porque ella decide, no enloquece, ni
se encapricha. Decide porque es la única salida posible que encuentra a su vida
agobiante) dejar de comer carne. Y los otros no la comprenden.
Si los otros no entienden, y si las
explicaciones les resultan poco satisfactorias, es porque la operación que
realiza Yeonghye (que realiza Han Kang, vale decir) va mucho más allá de lo
aparente. El verdadero giro narrativo (¿político?) no es la retirada del mundo de
los humanos carnívoros (y luego de los consumidores en general) sino la
renuncia al lenguaje. Mientras el relato avanza, la comida y las palabras, para
Yeonghye, toman el mismo camino. A medida que ella come menos, Han Kang hace
que hable menos.
La novela se cuenta en tres partes. En la primera, que se llama La vegetariana, la protagonista dialoga
con su marido, y hasta hay algunas apariciones de una especie de voz interior
de Yeonghye, escritas en bastardilla. Es decir, en primera instancia, su voz se manifiesta en la palabra escrita.
Uno puede leerla, que resulta casi
como escucharla. El capítulo La vegetariana está
contado en primera persona, y el narrador es el marido de Yeonghye. Así, el
contraste con la voz de ella es más notable, porque él cuenta y ella habla.
La segunda parte, de nombre La
mancha mongólica, está narrada en tercera persona, aunque el punto de vista
enunciativo es el del cuñado. En este segmento, Yeonghye habla menos que antes,
y ya no hay monólogo interior. La última sección, Los árboles en llamas, también se narra en tercera persona, pero el
sujeto de la enunciación es la hermana de Yeonghye. En el final del libro, la
vegetariana renuncia por completo a la palabra, y ya no se expresa más que con
quejidos de dolor. En esta instancia, no deja escuchar su voz al nivel de la
narración, porque hace que se esfume.
Yeonghye, así, pide para sí libertad para elegir sobre su cuerpo, pero,
sobre todo, para decidir en la instancia última. El lenguaje.
Si La vegetariana (el libro) es,
entre otras cosas, una reflexión sobre cómo mitigar el dolor que genera la
propia violencia, Yeonghye decide que el camino es el abandono de la palabra.
La violencia sobre ella está más en el plano del lenguaje que en el físico
(aunque no está libre de que su padre, en una escena dolorosa y magnífica,
intente hacer que coma por la fuerza).
Nuevamente con Rossi: “es interesante darse cuenta de la multiplicidad y
de la variedad de sentimientos que subyacen en las expresiones relacionadas con
el hecho de comer: comer a besos,
comer con los ojos, te comería; pero también: no lo puedo tragar, de esta agua
no beberé, tragarse un sapo, ser pan comido, tragar veneno, no está el horno
para bollos, tener sed de saber, tener hambre de conocimientos, alimento
espiritual, devorar un libro, digerir un concepto, (…) vomitar injurias, escupe
en la mano de quien le da de comer, me quedó atravesado, (…) esa conclusión es
la frutilla del postre, le hice morder el polvo”. Una vez más, ¿por qué la
autora elige la metáfora de la comida? Porque le permite la tensión entre el
cuerpo y la palabra, entre la propia anatomía y el lenguaje. Y, ya que comer no
pertenece únicamente ni a la naturaleza ni a la cultura, y está entre las dos
de un modo tenso, la historia sobre una mujer coreana que decide dejar de comer
es la concreción de una rebeldía individual, aislada pero posible, ante un
mundo simbólico que es, si se permite la expresión, difícil de digerir.
El ayuno es una forma de disciplina, o de castigo. En ese sentido, se
parece más al camino religioso de muchos habitantes de India o Taiwán. En una
novela ambientada en el siglo XXI en Corea del Sur, la renuncia a la comida es
más una renuncia al poder de padres y maridos. Yeonghye, la vegetariana, la que
no quiere comer, desecha el deseo de comer para recuperar su propio sino. Para
florecer, como un árbol, ante el deseo ajeno. Y para, en última instancia, y
desde el silencio, sacar de sí lo que persiste de la dolorosa y propia
violencia contenida.
En Comer, Paolo Rossi escribe
que, para los budistas, “el deseo está en el origen del mal y el deseo de
comida es uno de los más arraigados y profundos. Apartarse del deseo es parte
del camino de la salvación”.
Yeonghye, en silencio y sin comida,
está a salvo.
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