viernes, 14 de noviembre de 2014

Aurora



          De vos, Aurora, recuerdo sobre todo tu hermosa sonrisa y el sonido de tu carcajada. Tu bolsa de mandados con una medialuna, tu pavita verde quemada por la demora en volver a casa. Tus ojos tan luminosos, tus cejas anchas, tus saquitos de hilo.
          De vos recuerdo que caminabas por una vereda cualquiera de París, y que prestaste atención a gente que te habló, de repente, en argentino. Que invitaste a un par de desconocidos a tu casa y les diste té, galletitas y charla. Que contaste chistes, que reíste con ganas, que te sacaste fotos y que cambiaste la vida de esas personas para siempre.
          Que contaste el día de 1948 en que conociste a un tipo único, altísimo él, y que ese día lo viste desplegarse más que levantarse de la silla de un café porteño. Que hablabas de él como si estuviese vivo todavía, y vaya si lo estaba.
Que fuiste amable y cálida, que siempre atendiste el teléfono, y que tuviste ganas de leer un libro llegado por correo. Que en Barcelona volviste a recibir gente en tu departamento. No desconocidos, ya, sino amigos y familiares y nietos postizos tuyos. Recuerdo que dijiste que si viviéramos allí nos veríamos todos los días. Que comiste pies de cerdo (los que comías con Calvino) y que volviste a reír y a dejarte fotografiar.
          De vos, Aurora, recuerdo tus traducciones, tan precisas, tan hermosas, tan bien escritas (porque, para ser un buen traductor, decías, hay que saber escribir en el idioma de destino). Recuerdo tu traducción de Las ciudades invisibles, que todavía logra sacar lágrimas y que quedará para siempre impresa en el fondo del corazón junto a tu nombre, a tus abrazos, a tu voz.
          De vos, Aurora, recuerdo todo, porque las personas inolvidables lo abarcan y lo son todo, y dejan esa huella que queda tatuada, impresa, amarrada a uno. Gracias, Aurora, por tus noventa y cuatro luminosos años, por tu bella amistad, por tu cercanía, por tu cariño. 
           Gracias, Aurora, Glopcita, abuelita de París. 

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