De
vos, Aurora, recuerdo sobre todo tu hermosa sonrisa y el sonido de tu
carcajada. Tu bolsa de mandados con una medialuna, tu pavita verde quemada por
la demora en volver a casa. Tus ojos tan luminosos, tus cejas anchas, tus
saquitos de hilo.
De
vos recuerdo que caminabas por una vereda cualquiera de París, y que prestaste
atención a gente que te habló, de repente, en argentino. Que invitaste a un par
de desconocidos a tu casa y les diste té, galletitas y charla. Que contaste
chistes, que reíste con ganas, que te sacaste fotos y que cambiaste la vida de
esas personas para siempre.
Que
contaste el día de 1948 en que conociste a un tipo único, altísimo él, y que
ese día lo viste desplegarse más que levantarse de la silla de un café porteño.
Que hablabas de él como si estuviese vivo todavía, y vaya si lo estaba.
Que fuiste amable y cálida, que
siempre atendiste el teléfono, y que tuviste ganas de leer un libro llegado por
correo. Que en Barcelona volviste a recibir gente en tu departamento. No desconocidos,
ya, sino amigos y familiares y nietos postizos tuyos. Recuerdo que dijiste que
si viviéramos allí nos veríamos todos los días. Que comiste pies de cerdo (los
que comías con Calvino) y que volviste a reír y a dejarte fotografiar.
De vos,
Aurora, recuerdo tus traducciones, tan precisas, tan hermosas, tan bien
escritas (porque, para ser un buen traductor, decías, hay que saber escribir en
el idioma de destino). Recuerdo tu traducción de Las ciudades invisibles, que todavía logra sacar lágrimas y que
quedará para siempre impresa en el fondo del corazón junto a tu nombre, a tus
abrazos, a tu voz.
De vos,
Aurora, recuerdo todo, porque las personas inolvidables lo abarcan y lo son
todo, y dejan esa huella que queda tatuada, impresa, amarrada a uno. Gracias,
Aurora, por tus noventa y cuatro luminosos años, por tu bella amistad, por tu
cercanía, por tu cariño.
Gracias, Aurora, Glopcita, abuelita de París.
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