miércoles, 19 de noviembre de 2014

Sobre No tienen prisa las palabras, de Carlos Skliar


         
       Las frases escritas en la solapa de No tienen prisa las palabras (Editorial Candaya) no alcanzan para definir a Carlos Skliar. Porque, sí, es investigador, sí, ha escrito ensayos educativos y filosóficos, sí, fue conductor de esa maravilla radial llamada Preferiría no hacerlo (junto con su sobrino Diego Skliar), pero así y todo esas no dejan de ser medias verdades, medias mentiras. Porque Carlos Skliar es un poeta, y esa sí es su condición verdadera. 
     No tienen prisa las palabras es un libro construido con el ritmo de la propia respiración. El narrador (los narradores) y sus miradas construyen un mundo en el que la llamada realidad es materia siempre volátil, siempre dispuesta a escaparse. Y, sin embargo, tan cercana. La realidad como juego posible, como pura posibilidad. 
     Al autor le interesan sobre todo los procesos en los que la mirada del poeta es como la mirada del niño. Y esa mirada es siempre una búsqueda, una apuesta, una lectura. Por eso es que Skliar escribe: “La niña que espera a su madre tiene los ojos muy abiertos. Sabe que el mundo no le cabe en la mirada, pero lo intenta una y otra vez”. Y más adelante: “El niño viaja. Atraviesa. Pasa entre travesuras. Se detiene sin saber en qué detención se encuentra. Abre el tiempo como si fuera un juguete. Desarma el tiempo como si fuese el lenguaje”. 
    El libro es una reflexión sobre el tiempo, sobre las palabras, y sobre el acto que une los dos términos. Porque tiempo y palabras se reúnen en la lectura, y la lectura (más que la escritura) es lo que el poeta está reconstruyendo en su camino. La brevedad de los textos no es urgencia, sino, más bien, búsqueda. La búsqueda de las palabras es paciente, y por lo tanto no necesita desbordarse. 
     Skliar diseña su propia historia y en la misma operación elabora la vida de quien lee. O, mejor, en las palabras de Skliar cada lector puede reconstruirse, repensarse, revivirse.
    Y entonces las palabras no tienen prisa, y se demoran, y cada demora es un disfrute solitario y eterno. Y Carlos Skliar escribe que “Leer es una soledad que no se devuelve”, y lee. 

viernes, 14 de noviembre de 2014

Aurora



          De vos, Aurora, recuerdo sobre todo tu hermosa sonrisa y el sonido de tu carcajada. Tu bolsa de mandados con una medialuna, tu pavita verde quemada por la demora en volver a casa. Tus ojos tan luminosos, tus cejas anchas, tus saquitos de hilo.
          De vos recuerdo que caminabas por una vereda cualquiera de París, y que prestaste atención a gente que te habló, de repente, en argentino. Que invitaste a un par de desconocidos a tu casa y les diste té, galletitas y charla. Que contaste chistes, que reíste con ganas, que te sacaste fotos y que cambiaste la vida de esas personas para siempre.
          Que contaste el día de 1948 en que conociste a un tipo único, altísimo él, y que ese día lo viste desplegarse más que levantarse de la silla de un café porteño. Que hablabas de él como si estuviese vivo todavía, y vaya si lo estaba.
Que fuiste amable y cálida, que siempre atendiste el teléfono, y que tuviste ganas de leer un libro llegado por correo. Que en Barcelona volviste a recibir gente en tu departamento. No desconocidos, ya, sino amigos y familiares y nietos postizos tuyos. Recuerdo que dijiste que si viviéramos allí nos veríamos todos los días. Que comiste pies de cerdo (los que comías con Calvino) y que volviste a reír y a dejarte fotografiar.
          De vos, Aurora, recuerdo tus traducciones, tan precisas, tan hermosas, tan bien escritas (porque, para ser un buen traductor, decías, hay que saber escribir en el idioma de destino). Recuerdo tu traducción de Las ciudades invisibles, que todavía logra sacar lágrimas y que quedará para siempre impresa en el fondo del corazón junto a tu nombre, a tus abrazos, a tu voz.
          De vos, Aurora, recuerdo todo, porque las personas inolvidables lo abarcan y lo son todo, y dejan esa huella que queda tatuada, impresa, amarrada a uno. Gracias, Aurora, por tus noventa y cuatro luminosos años, por tu bella amistad, por tu cercanía, por tu cariño. 
           Gracias, Aurora, Glopcita, abuelita de París. 

martes, 4 de noviembre de 2014

Sobre La vegetariana, de Han Kang


          En La vegetariana (Bajolaluna), de la escritora coreana Han Kang, los otros no comprenden.
          No comprenden porque las explicaciones de Yeonghye no les resultan suficientes.
          Los otros son su marido, sus padres, su hermana. Su cuñado. Los otros son, en definitiva, la sociedad que rodea a la protagonista de la novela.
          Yeonghye es una mujer casada que, un día (y es un día cualquiera), decide dejar de comer carne. No solo deja de comer, sino que tira a la basura toda la carne que había en la heladera. La reacción de su esposo es la que dispara el tema central del libro. Para él, ella está loca. Él no comprende lo que le sucede a Yeonghye, y por eso ella está loca.
Yeonghye deja de comer, y no da muchas explicaciones. Un sueño, sí, pero no mucho más. Dice que tuvo un sueño. En el sueño hay sangre.
Dejar de comer carne.
Dejar de comer. A medida que el relato avanza, Yeonghye renuncia a todo tipo de alimentación.
          ¿Por qué Han Kang elige la comida (y la renuncia a ella) para manifestar su mirada sobre el mundo? La comida es, en la sociedad occidental actual, un elemento más del aparato del consumo y la publicidad. La televisión abunda en anuncios de comida de cualquier tipo. Pero, ¿cómo puede entenderse esa situación si hablamos de Corea del Sur, país donde ha nacido la autora y en el que transcurre la novela?
          En Corea, que puede hacer alarde de ser el eslabón cultural entre las tradiciones de Oriente y las disposiciones pretendidamente universales de Occidente, la comida tiene un lugar central en las relaciones sociales y en el circuito simbólico. Todavía persiste la importancia de los buenos modales en la cena o el almuerzo. Es conveniente vestir bien. Y nadie puede levantarse de la mesa servida si los adultos mayores no lo han hecho todavía. Además, esta serie de normativas no escritas están apoyadas en un machismo que persiste. Los hombres tienen el poder sobre lo que se cocina y lo que se come. No es casual que sean tres hombres (el marido de Yeonghye, su cuñado y su padre) los más desesperados por la nueva actitud de la repentina vegetariana.
          El filósofo e historiador de la ciencia Paolo Rossi, en su libro Comer, dice: “Las maneras de nutrirse pueden decirnos algo importante no solo acerca de las formas de vida, sino también acerca de la estructura de una sociedad y las reglas que le permiten perdurar y desafiar al tiempo”. Así, cuando Yeonghye renuncia a comer, no renuncia solo a una función vital de cada individuo. Renuncia a la sociedad. Renuncia al vínculo con otras personas desde el punto de vista de los valores que el entorno impone.
En Comer, el italiano Rossi aventura: “La comida no solo se ingiere. Antes de llevársela uno a la boca, se planea y se piensa detalladamente lo que se va a comer. Adquiere lo que comúnmente se denomina un valor simbólico. La preparación de los alimentos marca un momento central en el pasaje de la naturaleza a la cultura”. No es que Yeonghye deje de comer porque quiere adelgazar, o porque quiere un cuerpo más saludable. Deja de comer porque no acepta las normas de la sociedad en la que vive.
          En Corea del Sur la ingesta de carne es más importante de lo que podría pensarse. El arroz es el alimento fundamental, pero la mayoría de los platos más tradicionales (y más consumidos) no están exentos de carne de vaca, de pollo, de faisán, de pescado. Y hasta de perro, aunque no haya ningún perro en La vegetariana.
          No es casual que Han Kang cuente la historia que cuenta. Corea del Sur no es ni de cerca el país asiático con mayor número de vegetarianos. En la India, o en Taiwán, el vegetarianismo alcanza el veinte por ciento, por cuestiones religiosas. En Corea, en cambio, según datos de la Liga Vegetariana local, solo el dos por ciento de la población se alimenta dejando a la carne fuera de sus comidas.
Así, en ese contexto, con ese halo cultural, es que Yeonghye decide (porque ella decide, no enloquece, ni se encapricha. Decide porque es la única salida posible que encuentra a su vida agobiante) dejar de comer carne. Y los otros no la comprenden.
          Si los otros no entienden, y si las explicaciones les resultan poco satisfactorias, es porque la operación que realiza Yeonghye (que realiza Han Kang, vale decir) va mucho más allá de lo aparente. El verdadero giro narrativo (¿político?) no es la retirada del mundo de los humanos carnívoros (y luego de los consumidores en general) sino la renuncia al lenguaje. Mientras el relato avanza, la comida y las palabras, para Yeonghye, toman el mismo camino. A medida que ella come menos, Han Kang hace que hable menos.
La novela se cuenta en tres partes. En la primera, que se llama La vegetariana, la protagonista dialoga con su marido, y hasta hay algunas apariciones de una especie de voz interior de Yeonghye, escritas en bastardilla. Es decir, en primera instancia, su voz se manifiesta en la palabra escrita. Uno puede leerla, que resulta casi como escucharlaEl capítulo La vegetariana está contado en primera persona, y el narrador es el marido de Yeonghye. Así, el contraste con la voz de ella es más notable, porque él cuenta y ella habla.
La segunda parte, de nombre La mancha mongólica, está narrada en tercera persona, aunque el punto de vista enunciativo es el del cuñado. En este segmento, Yeonghye habla menos que antes, y ya no hay monólogo interior. La última sección, Los árboles en llamas, también se narra en tercera persona, pero el sujeto de la enunciación es la hermana de Yeonghye. En el final del libro, la vegetariana renuncia por completo a la palabra, y ya no se expresa más que con quejidos de dolor. En esta instancia, no deja escuchar su voz al nivel de la narración, porque hace que se esfume.
Yeonghye, así, pide para sí libertad para elegir sobre su cuerpo, pero, sobre todo, para decidir en la instancia última. El lenguaje.
Si La vegetariana (el libro) es, entre otras cosas, una reflexión sobre cómo mitigar el dolor que genera la propia violencia, Yeonghye decide que el camino es el abandono de la palabra. La violencia sobre ella está más en el plano del lenguaje que en el físico (aunque no está libre de que su padre, en una escena dolorosa y magnífica, intente hacer que coma por la fuerza).
Nuevamente con Rossi: “es interesante darse cuenta de la multiplicidad y de la variedad de sentimientos que subyacen en las expresiones relacionadas con el hecho de comer: comer a besos, comer con los ojos, te comería; pero también: no lo puedo tragar, de esta agua no beberé, tragarse un sapo, ser pan comido, tragar veneno, no está el horno para bollos, tener sed de saber, tener hambre de conocimientos, alimento espiritual, devorar un libro, digerir un concepto, (…) vomitar injurias, escupe en la mano de quien le da de comer, me quedó atravesado, (…) esa conclusión es la frutilla del postre, le hice morder el polvo”. Una vez más, ¿por qué la autora elige la metáfora de la comida? Porque le permite la tensión entre el cuerpo y la palabra, entre la propia anatomía y el lenguaje. Y, ya que comer no pertenece únicamente ni a la naturaleza ni a la cultura, y está entre las dos de un modo tenso, la historia sobre una mujer coreana que decide dejar de comer es la concreción de una rebeldía individual, aislada pero posible, ante un mundo simbólico que es, si se permite la expresión, difícil de digerir.
El ayuno es una forma de disciplina, o de castigo. En ese sentido, se parece más al camino religioso de muchos habitantes de India o Taiwán. En una novela ambientada en el siglo XXI en Corea del Sur, la renuncia a la comida es más una renuncia al poder de padres y maridos. Yeonghye, la vegetariana, la que no quiere comer, desecha el deseo de comer para recuperar su propio sino. Para florecer, como un árbol, ante el deseo ajeno. Y para, en última instancia, y desde el silencio, sacar de sí lo que persiste de la dolorosa y propia violencia contenida.
En Comer, Paolo Rossi escribe que, para los budistas, “el deseo está en el origen del mal y el deseo de comida es uno de los más arraigados y profundos. Apartarse del deseo es parte del camino de la salvación”.
          Yeonghye, en silencio y sin comida, está a salvo.