sábado, 18 de octubre de 2014

Sobre Los señores, de Gonçalo M. Tavares


          Quienes ubican a Gonçalo M. Tavares como una de las voces más singulares y talentosas de la literatura presente y futura no exageran. En el camino de Ítalo Calvino, Fernando Pessoa y Enrique Vila-Matas, pero también de tantos otros, el escritor portugués nacido en Angola brilla con un farol que le pertenece.
          Sus personajes son escritores, casi siempre (o al menos llevan nombres de escritores), y viven la vida en la medida en que pueden hacerlo, es decir, como pura ficción.
          En su libro Los señores (Interzona) lo que hay es El Barrio, ese espacio-no-espacial, ese tiempo-no temporal en el que Borges y Balzac asisten juntos a conferencias dictadas por Eliot. Ese barrio es y no es y a menudo existe más por lo que calla que por lo que cuenta.
          Parte del encanto de la literatura de Tavares está en la economía de recursos, en la elección de las palabras, y en la brevedad a la que recurre para contar todo lo que quiere contar, y pensar todo lo que quiere pensar. Además, el portugués es un lector inteligente y con imaginación, y traslada esas virtudes a su escritura.
         Ungido por José Saramago y Alberto Manguel, entre muchos otros, Gonçalo M. Tavares es una grandísima noticia para quienes indagan en un futuro posible para las letras del mundo. Salud. 


martes, 14 de octubre de 2014

Sobre la literatura de Enrique Vila-Matas


“Entre literatura y vida, no distingo”, decía a veces Julio Cortázar. Lo decía porque muchas de sus obsesiones, muchos de sus temores y de sus valores, muchas de sus maneras de mirar el mundo iban y venían de la obra a la experiencia de un modo continuo. Pero lo decía, también, porque había días (muchos días) en los que no hacía casi ninguna otra cosa más que escribir. Entonces, los dos planos empezaban a confundirse y Cortázar no sabía si había estado viviendo o escribiendo durante tantas horas.
El escritor catalán Enrique Vila-Matas parece acordar con esa concepción del argentino. Su obra es un recorrido ficcional por la realidad de la literatura, y un paseo ensayístico por la ficción de la vida. Y, además, Vila-Matas escribe todo el tiempo. Y vive.
Uno nunca sabe cuándo Vila-Matas cuenta algo que corresponde al ámbito real o al de la ficción. No solo en su obra, donde el cruce es evidente y forma parte de un valor intrínseco, sino también en su comportamiento público. Cuando se le pregunta algo concreto sobre alguno de sus personajes, él responde: “Cuando me ocurrió eso, yo…”. Cuando se le pregunta sobre un episodio de su propia vida, responde: “Ese cuento lo escribí…”. Vila-Matas deja pistas falsas permanentemente acerca de la veracidad de los hechos que narra. Y lo hace de un modo tan sutil que la pregunta tan recurrente en las entrevistas (“¿Ocurrió realmente eso que usted narra en…?”) se revela como fuera de sentido. Si siempre es una pregunta que parece obsoleta, cuando es Vila-Matas quien debe escucharla la irritación que produce se multiplica.
En su última visita a Buenos Aires, Vila-Matas reveló que uno de sus métodos de escritura consiste no solo en inventar citas (hecho conocido y por supuesto ya usado infinidad de veces. Recordar a Borges, claro), sino también en atribuir frases de unos autores a otros. Así, el entramado es cada vez más complejo y fascinante. Quién dijo qué cosa deja de tener sentido (o al menos la tarea de detective de rastrear esas pertenencias) para dar lugar a un universo en el que la literatura es la vida. Y la vida es literatura. Así, Vila-Matas hace honor a la frase de Cortázar y se ubica en un costado de los casilleros que tanto gustan a ciertos críticos y a los suplementos culturales.
Dos libros de Vila-Matas, en apariencia lejanos entre sí, funcionan como complemento uno del otro, en un juego de espejos. Por un lado, Suicidios ejemplares (1991, Anagrama) es un volumen de relatos, en los que la decisión de terminar con la vida aparece a veces de manera sorpresiva, a veces de manera esperable. En Bartleby y compañía (Anagrama), publicado diez años después, el catalán refuerza su mirada acerca de que la vida y la ficción tienen límites borrosos, y diseña un catálogo de escritores reales que han decidido, por diferentes motivos, dejar de escribir. Pero nunca deja de estar presente la sensación de que el lector está asistiendo a una novela, o a un libro que podría leerse como tal.
Si Suicidios ejemplares es un libro de ficciones y Bartleby y compañía es un ensayo ficcionalizado, en un punto intermedio encuentran el parentesco. Y es que tanto los personajes del primero (que deciden morir) como los del segundo (que deciden dejar de escribir) están realizando la misma operación. La renuncia, en última instancia, al mismo único acto, porque para el autor la vida y la literatura son, claro, la misma cosa.
Vila-Matas ha creado un narrador único. Único en, al menos, dos sentidos. Por un lado, no hay ninguna otra voz en la literatura contemporánea que pueda confundirse con la del narrador del catalán. Por otro lado, porque en la vasta obra de Vila-Matas quien narra es siempre el mismo personaje. O, en todo caso, si habla una mujer o un hombre, un escritor o un pintor, la voz es siempre la misma. El punto de vista es el mismo, aunque el narrador cambie de identidad. Se trata de una operación arriesgada y difícil de ejecutar, pero Vila-Matas la resuelve siempre con inteligencia. Su narrador, que es y no es él mismo (porque un narrador es siempre una invención, un producto ficcional), es el fundamento de su literatura, y por lo tanto un grandísimo acierto.

martes, 7 de octubre de 2014

El hueso y el peine. Buenos Aires y sus habitantes en la novela El examen de Julio Cortázar*

Esta mesa es sobre Buenos Aires en la obra de Cortázar, y a mí me ha interesado involucrarme con una novela no tan recordada, ciertamente menos analizada que otras. Se llama El examen, y es un libro que Cortázar escribió en 1950, aunque quedó inédito hasta 1986.
La pregunta sería: ¿Quién es Cortázar en 1950? Es un hombre que ya ha vivido más de la mitad de su vida, sin saberlo. Es un porteño que ha sido maestro en Bolívar y Chivilcoy, y docente universitario en Mendoza. Ya ha escrito la mayoría de los cuentos que van a integrar Bestiario. Ha conocido a Aurora Bernárdez hace dos años. Acaba de regresar de su primer viaje a Europa, que hizo en los primeros días de 1950. Y tiene, claro, una gran avidez por profundizar las búsquedas de lo que pomposamente podríamos llamar su “proyecto literario”.
          Bien. ¿Qué nos dice El examen sobre la mirada que Cortázar tiene de Buenos Aires y de sus habitantes al momento de escribir la novela? Nos dice muchas cosas, no todas simpáticas, no todas definitivas.
El examen comparte con Divertimento, novela también inédita escrita un año antes, el escenario de una ciudad hostil (aunque ahora más asfixiante), la presencia/ausencia de un fantasma, el relato casi en su totalidad llevado por los diálogos, y un grupo con largas discusiones eruditas.
Y hay dos objetos que, a mi modo de ver, dominan la trama y la simbología de la novela. Se trata de un hueso y un peine.
La historia es la de un grupo de intelectuales porteños, Juan, su esposa Clara, Andrés y Stella. A ellos se suma luego un personaje llamado El Cronista. La acción empieza la noche anterior a un examen que deben rendir Clara y Juan en la Facultad. Pero esa espera, esa noche previa, no es una espera cualquiera. Hay una neblina espesa, molesta, pero también hongos que aparecen como si nada, mucho calor, y toda una serie de elementos que hace que la población de la ciudad esté en un estado de alteración y temor.
          Y es entonces que Cortázar escribe una de las escenas medulares del libro, que es la escena en la Plaza de Mayo. Aquí aparece el primer objeto.
            En ese pasaje, el grupo de amigos asiste a una ceremonia en la que miles de obreros hacen fila para venerar un hueso. A los protagonistas, intelectuales de clase media, esas masas populares les producen repulsión. La novela abunda en alusiones peyorativas a esas clases beneficiadas por el peronismo, y esos pasajes son los más discutidos desde una mirada histórica. Clara, esposa de Juan, pregunta: “¿Te molesta la ignorancia y el desamparo de los otros, de esa gente de la Plaza de Mayo?”. Juan dice: “No me importan ellos. Me importan mis roces con ellos”. En el santuario, cerca de la pirámide, “había un algodón, y el hueso encima”. Lo que repele aquí no es solo la muchedumbre, o el roce con ellos, sino la suma de sus rituales, de sus creencias, de eso que podríamos denominar su cultura. Su forma de estar en el mundo. En El examen, esos habitantes de Buenos Aires que se han visto favorecidos por el peronismo vienen a invadir una especie de zona sagrada. Me gustaría volver sobre este concepto enseguida. Mientras tanto, el narrador dice, en un pasaje, que “la niebla no resistía allí el calor de las luces y la gente, la otra niebla oscura y parda a ras del suelo. Miles de hombres y mujeres vestidos igual”.
El hueso, entonces. El objeto que veneran los otros, los invasores, es un objeto muerto. Como contraparte, Juan protege un objeto vivo. Una planta. Juan lleva una coliflor envuelta en un paquete. Digo “lleva” porque es literal. Se trata de un elemento que aparece con gran protagonismo en la primera parte del libro, y que al final regresa. Juan lo llama “el coliflor”, en masculino. Juan protege al coliflor como si se tratase de algo sagrado (vamos a decir el coliflor por pura simpatía poética con el portador). Llega a decir: “No es para comerlo. Este coliflor es para llevar en un paquete y admirarlo de cuando en vez”. El paquete con el coliflor va de aquí para allá, viaja en tranvía, pasa de falda en falda, de mano en mano. En la escena del hueso, Juan se molesta porque dice que le arruinan el coliflor, pero sigue llevándolo. Finalmente lo deja en su casa, en un florero. Hacia el final del libro hay una añoranza del coliflor, como de algo perdido, algo lejano.
Ese coliflor se acerca un poco a esa “zona sagrada” que mencioné antes. Es una noción de la que hablaba Noé Jitrik en un artículo sobre los cuentos de Bestiario. El coliflor, en El examen, de alguna manera representa y vuelve imagen a esa zona sagrada. Hay una zona que hay que proteger, que hay que cuidar como a algo vital. Decía Jitrik en aquel ensayo escrito en 1968: “En el fondo, ese pasaje de una interioridad profundamente resguardada, tal vez oprimida, y al acecho, hacia el exterior, es una ‘zona sagrada’ que termina por resplandecer y que se generaliza al trasmitirse cubriendo todo el vivir del que la contenía. Y esa ‘zona sagrada’, por lo menos a partir de los medios que elige para exteriorizarse, se impregna de una irracionalidad que, por la misma mecánica, está puesta adentro y solo espera salir sin ser atribuida al mundo exterior”. Zona sagrada para ser cuidada, pero, ¿de quién? De los otros que no la admiten. Los otros que están ahí fuera.
          El coliflor debe ser protegido, porque está vivo. Para su portador, esa (ese) coliflor debe quedar a salvo del roce, de la estampida, de los otros. Porque, si muere, va a estar tan muerto como el hueso que veneran los tipos de la Plaza de Mayo. 
           Lo que me parece el gran gesto político y cultural que opera en la novela es que Cortázar decide incluir una escena que cambia todo. Porque, después de haber expuesto su sensación de una ciudad asfixiante, que él mismo sufría en 1950, lo que nos dice es que las clases populares no son las únicas de las que hay algo para decir. Entonces aparece la escena del segundo objeto inanimado que guía el libro. La escena del peine.
Hay un concierto a media tarde en el Teatro Colón. Las personas que asisten, de las clases altas y medias, son insufribles. Van al teatro por pura esnobismo, por aparentar, por decir que están ahí.
El concierto tampoco es de lo mejor. El músico, que es ciego, probablemente para no tener que ver las caras de su público, se siente mal y hay una serie de interminables interrupciones. Entonces algunos de los presentes van al baño. Uno de ellos es Funes, padre de Clara y suegro de Juan.
En el baño del Teatro Colón hay un peinecito sujeto a la pared con una cadena cromada, cerca de la pileta. Y hay fila para usar el peine. Cuando le toca el turno a Funes, alguien le saca el peine de la mano. Hay una pelea feroz por ese peine, gente ensangrentada y las puertas que ya no pueden abrirse. Es una pelea ridícula. Es como si Cortázar decidiera tomarse unos párrafos para dejar en claro que los que van a la Plaza de Mayo son unos irracionales, pero no mucho menos que los que van al Teatro Colón. Pelearse hasta sangrar. Por un peine.
La lucha sigue hasta que el peine se desprende de la cadena y va a parar al agua en la pileta. Entonces entra un vigilante y detiene a los involucrados. La policía los interroga, de una manera torpe, y enseguida el interrogatorio termina porque los oficiales son solicitados para ir a ocuparse de lo que ocurre fuera, en otro lado.
Para ese momento, el concierto ya se ha suspendido, antes de su tercer acto, por una nueva indisposición del artista.
Entonces.
Las clases populares veneran un objeto muerto.
Las clases acomodadas veneran un objeto de plástico, artificial, y además lo veneran con egoísmo, estupidez y violencia.
¿Qué veneran los intelectuales, las clases medias, los que se supone que deben reflexionar acerca de lo que los rodea? Bueno, ellos, o uno de ellos, venera una planta, una planta fuera de lugar, una coliflor, un coliflor. Pero, de todos modos, porque piensan y porque están vivos y porque no se resignan a ser como ninguno de los demás, pueden permitirse ser los más lúcidos. Andrés Fava, otro de los personajes, dice que ellos, los intelectuales, a veces se pavonean demasiado con lo que hacen. “A veces con lo que hacemos, y a veces por el hecho de hacerlo. Yo escribo”, dice, burlándose. Y luego agrega: “Es la calidad de nuestro intelectualismo lo que me preocupa. Le huelo algo húmedo, como este aire del bajo. (…) Lo que estamos haciendo es tragar este aire sucio y fijarlo en el papel”.
En El examen hay, además, una reflexión muy importante y actual (actual para 1950 y para 2014), una reflexión, decía, acerca de qué es el arte, qué es la literatura, qué es ser un escritor o un intelectual. Pensemos que Cortázar, en ese momento de su vida, está pensando estos temas. ¿Quién soy? ¿Qué escritor soy? ¿Puedo ser el escritor que quiero mientras esté aquí? Y si me voy, ¿lo seré?
En uno de los momentos más luminosos, Cortázar incluye un hermoso párrafo sobre Roberto Arlt. Dice un personaje: “Roberto Arlt entendió mejor que nadie la lección de Martín Fierro, y peleó duro para conseguir y validar esa unión del lenguaje con su sentido. Fue de los primeros en ver que lo argentino, como lo nacional de cualquier parte, rebasa los límites que impone el lenguaje culto (…), y que solamente la poesía y la novela pueden contenerlo plenamente. Él era novelista y atropelló para el lado de la calle, por donde corre la novela. Dejó pasar los taxis y se coló en los tranvías. Fue guapo, y que nadie se olvide de él”.
 El libro tiene otros temas. Una crítica al periodismo, por ejemplo. Un personaje acusa a un diario de convocar a la gente a ir a la plaza. Alguien dice: “Pocas veces se tiene la oportunidad de cotejar el periodismo con la realidad”. O, más adelante: “A la gente ya no le basta que las cosas ocurran: solo ocurren realmente en el minuto en que las leen en la quinta o la sexta”. También hay una crítica de los ámbitos académicos, tan frecuente en la obra del autor.  
          Me gustaría remarcar, también, que Buenos Aires no solo es escenario de la novela, sino también personaje. En su libro Julio Cortázar: mundos y modos, el ensayista Saúl Yurkievich, que fue muy amigo de Cortázar, escribe, con mayor precisión que la que podría buscar uno: “Palpable, visible, audible, olible, omnipresente o sea omnirrepresentada por su geografía (calles, zonas frecuentadas, sitios característicos, cantidad de cafés), hábitat y habitantes, sus usos y costumbres, su cultura, sus mitos, su mentalidad, su idioma, el mundo porteño ocupa un lugar narrativo tan importante, determina de tal modo vida y actitudes de los personajes que se puede calificar El examen de novela de Buenos Aires. Relevante y alarmante, la ciudad porteña resalta aquí como el Dublín de Joyce”.
Y luego, en un párrafo muy importante, Yurkievich agrega: “no obstante la profusión de referencias verídicas, Cortázar prefiere el abordaje imaginativo, porque el realismo verista le resulta estrecho y porque está convencido de que una captación fantasiosa cala más hondo que una versión documental o mimética. (…) Por eso plasma un Buenos Aires fantasmagórico”.
Y ahí está el centro de toda la cuestión. Porque podemos hacer (lo hemos hecho, espero) una primer lectura simbólica, o política, o sociológica sobre la caracterización y los comportamientos de los personajes. Pero lo que importa, el nudo, es el modo en que Cortázar escribe y describe a la ciudad y sus habitantes. Lo verdaderamente central en la novela es que no se trata de un anticipo de la búsqueda posterior de Cortázar con el lenguaje. El examen es ya esa búsqueda. Las palabras, en el libro, flotan, juegan, son inquietas. El examen no es un adelanto de la literatura única de Cortázar. El examen es, ya, Cortázar.
          En El examen, Andrés menciona que escribe un diario. Ese diario, que no es un capítulo eliminado de la novela sino un texto complementario (“paralelo”, dice el mismo Andrés), existe, y se llama Diario de Andrés Fava. En él, Cortázar revela muchos datos de su propia vida, y muchas de sus concepciones sobre el arte y la literatura. Por caso, y cito, “cuidarse del realismo al escribir. Eludir la fauna del zoológico, convocar a unicornios y tritones, y darles realidad (la cursiva es de Cortázar). La literatura, como lo dice Malraux de la plástica, debe tender a una creación independiente, donde el mundo cotidiano tenga la influencia que el escritor le tolere, y nada más”.
En carta a su amigo Fredi Guthmann, ya en 1951, Cortázar dirá que El examen “no se podrá publicar por razones de tema, pero me ha servido para escribir por fin como me gusta, en plena libertad”. En mayo de 1952, en carta a Eduardo Jonquières: “El examen me vale como tubo de laboratorio; hay allí errores que no repetiré, y cosas in nuce que esperan desarrollo”.
 Cuando comenzó la charla preguntábamos quién era Julio Cortázar antes de El examen. También podemos preguntarnos quién fue Julio Cortázar luego. Un año después de escribir la novela, Julio Cortázar sube, el lunes 15 de octubre de 1951, a media tarde, a un barco de nombre Provence. Pero no se va solo a estudiar a París, con una beca por diez meses. Se va para siempre, para volver luego como un extraño, o un visitante, o un otro. Escribió en Razones de la cólera: “Poco antes o después de irme murió en Buenos Aires un joven poeta que era amigo de cafés, de rápidas entradas y salidas, misterioso y claro a la vez bajo un chambergo de ala baja, con una cara que recuerdo italiana, renacentista, oliva, una voz como de muy atrás, de muy adentro”.
          Y entonces Julio Cortázar, cuando comience la segunda mitad de su vida, va a ser para siempre Julio Cortázar.

Texto leído el 26 de agosto de 2014 en las Jornadas Internacionales Lecturas y relecturas de Julio Cortázar, realizadas en la Biblioteca Nacional.